Por Gonzalo Basile
Avenida Corrientes al 1500, Ciudad de Buenos Aires. El mediodía quedó atrás. Ruidos del tránsito, personas distantes, cuasi zombis, se apresuran o se corretean en las lastimadas veredas. Se chocan entre ellas sin mirarse, se agreden sin hablarse, se alejan sin expresarse.
Caras ávidas e intranquilas que a decenas se agolpan alrededor de un moustro largo con ojos de tres colores. Las miradas se fijan mecánicamente en las señales de la máquina. Los semáforos coordinan el vértigo de los individuos; los ordenan, los controlan, y le obedecen.
Calle Corrientes. Bares famosos por su progresismo ensoñado, por su filantropía de café. Conversaciones que se transforman en epopeyas discursivas. Ruidos, Voces y Cafés.
La vorágine de los zapateos sobre el cemento o las baldosas no deja resquicio alguno para ver lo obvio. Porque muchas veces lo obvio pasa desapercibido. Multicolores, panfletos, publicidades, brillantes cárteles que saludan desde los edificios: Tomá ... comé ... comprá ... .
El atardecer, la bastedad de la humedad, la pesadumbre del clima quizás no permita visualizar a los niños que pasean por esas calles. Buscan compañía o simplemente comida. Los bares se llenan de voces difusas, extrañas, amigas. El desfile de personas por las mesas es interminable.
La pesadez de la atmósfera poco a poco hace el ambiente irrespirable. El aire esta viciado.
Los bares no sienten pena. Una pequeña de unos ocho años se acerca a una mesa. Pide una hoja y una lapicera. Dibujo de por medio, deja su firma estampada. Su nombre es Evelin. La ilustración juega con el dibujo de la tortuga Manuelita junto a un gigantesco globo para viajar.
En su nariz cuelgan algunas gotitas de agua. La carita sucia, su ropa gastada y despedazada. Sus ojitos tristes transitan las mesas en busca de un alma piadosa que conceda un par de monedas. La transparente mirada expresa ternura e indefensión como también quizás bronca o recelo. La sombra de su sonrisa cruzó el flaco y refinado rostro de un indiferente antagonista.
De repente, un mozo del reconocido bar obedece la orden impartida: expulsa al intruso. Todo continua de forma tranquila, las charlas también. Ruidos, Voces y Cafés.
Un individuo -según se escucha, de "la mesa 4"- comenta a la mesera: "estos piensan que tenés para darles siempre, pero si vos te descuidas un pesito, otro peso, otro pesito, y terminan ganando más que cualquiera de nosotros". "Sí, es cuestión de tirarse en la calle y pedir. Yo los veo en el bar, a veces la madre o el hermano mayor los espera afuera. Varias veces se tornan agresivos, te enfrentan, no quieren que los eches", asienta la muchacha con decisión e ingenuidad, si es que aparece en sus palabras. El cliente y la empleada defendían esa loca manera de actuar con toda lógica. El cerebro se estrujó tratando de encontrar el menor sentido o razón en ello. El trabajo fue inútil. No se podía entender la pagana solemnidad del dialogo.
Caía la tarde, tormentosa y plateada. Las nubes eran espesas y todo el aire húmedo, denso.
Las voces recitan sus frases hechas, sus lugares comunes, sus preocupaciones despreocupadas. El sol se esconde, tal vez no quiera espiar más el paisaje ante tanta indiferencia reinante. Los automóviles se apresuran, es hora de volver a casa. El zapateo de los oficinistas, de los transeúntes se calma. La avenida comienza a descansar. El tránsito se retira de las calles.
Las mesas de los bares comentan las atrocidades en Irak, las penurias de los refugiados en Asia, el canje de la deuda externa argentina, las decisiones erróneas o acertadas de los Estados Unidos. La noche comienza a tejer su telaraña oscura sobre los cielos porteños. La filosofía de café se retira a meditar a sus hogares. Al cabo de un rato, ese juego dialéctico progresista se había vuelto absolutamente tedioso.
Un pequeño llanto desde el cielo, húmedo y frío, moja los colchones de cemento o concreto.
Mientras los teatros esperan su público culto o chabacano-según opinan algunos- con sus luces y sus llamativas fotos, la avenida se encuentra en soledad. Un escenario multicolor y desolado.
Las calles se quedan sin ruidos ni corridas. En medio de ese helado silencio, sólo los chicos deambulando por los tachos de basura, en medio de la noche porteña, resultan de su compañía.
La mirada superficial aprecia el contraste de personas revolviendo los desechos y otras cenando. Una especie de símbolo de toda aquella fantasmal y sin embargo inmutable ciudad.
Un hombre periférico sentado en una de las mesas del bar observa el dibujo de Evelin. No deja de preguntarse ¿cuándo terminarán las ensoñaciones de salón? ¿alguna vez bajaremos a la tierra, a los hechos? Tenía el tipo de mente que no puede evitar el hacer preguntas. Y esas preguntas aparentemente triviales casi le partían la cabeza.
La migración hacia las estaciones o terminales de colectivos y trenes, por esas horas nocturnas, son un opción de refugio para los niños. Algún frío suelo será el colchón a estrenar.
Las principales fuentes culturales, las librerías más prestigiosas, los teatros más concurridos, las confiterías y los bares más asistidos. La creencia, cuasi inconsciente, de pertenecer a un mundo ajeno a la exclusión y la pobreza. Una avenida progresista, autos importados y lujosos, ropa de primera marca. ¿Deberíamos mirar nuestro alrededor? No, quizás sea pura improvisación culpable. Allí están los refugiados de la marginación. No son irakíes, ni afganos, ni africanos; son los chicos que luchan en Argentina. ¿Cuándo será la hora, el día, los segundos de no ver con ojos foráneos nuestra propia situación? Ruidos, Voces y Cafés.
El hombre, con su dibujito a cuestas, camina rápido por las húmedas y oscuras calles en busca de una salida apresurada como quien intenta al escapar rechazar el pensamiento perturbador.
Corrientes al 1500, un cóctel que mezcla teatro, cultura literaria, bares filantrópicos con indigencia, marginación y hambre. Evelin busca el globo gigante que la traslade al lugar de sus sueños, donde pueda jugar sin pedir, donde pueda comer sin mendigar, donde pueda querer sin despreciar. Una estrella errante de la noche porteña. "Cuando piden pan y no se les da ni una piedra, creo que tienen derecho a coger ellos mismos la piedra", dijo un celebre escritor. Nada sería más estúpido que moralizar ahora. Pero ¡con qué orgullosa jactancia se disponen esos charlatanes a recitar sus propias máximas dogmáticas de salón! Un aire muy despreocupado, altanero, jactante viaja por Buenos Aires. ¿Algún día terminará?.